De noche, las plantas, a través de la linfa, conducen las proteínas sintetizadas durante el día por las hojas hasta las partes que tienen mayor necesidad de alimento: las semillas. Como madres amorosas, saben muy bien que sin una reserva de alimento, esos granos no serán jamás capaces de abrir el tegumento y de romper la tierra. Sin proteínas, sin aminoácidos, sin los ladrillos de la existencia, el tallo no podría tener nunca la fuerza para crecer, para ahondar las raíces y cubrirse de hojas, para ir hacia arriba, hacia el cielo y convertirse en un árbol.
Hace demasiado tiempo que nuestras palabras -las palabras de los hombres- no saben enraizarse. Dan vueltas, cansadas, sin encontrar un terreno que les permita abrirse paso en el parloteo cósmico que nos envuelve. Un resquicio de sentido, de verdad, de fundamento.
Son tantas, demasiadas, siempre inútiles. Nos hablamos continuamente, con los medios tecnológicos más avanzados para no decirnos nada. Es más, más hablamos y más dificultades tenemos para comprendernos.
A propósito de las palabras-semilla, las nuestras son palabras-confeti. Se mueven según el aire y cuando éste se para, se posan en el suelo a la espera de otro remolino de viento.
Hablamos y hablamos sin tan siquiera dudar de que la palabra, para existir de verdad, debe nutrirse de la escucha.
[...]Sí, cada palabra es una semilla, y el corazón del hombre es el lugar donde debe posarse.
Es ahí, en nuestro interior, donde debe echar raíces, romper el tegumento de la indiferencia, crecer, ascender hacia el cielo, transformándonos de póngidos a criaturas llenas de sabiduría."
Susana Tamaro,
Cada palabra es una semilla,
Seix Barral, 2005
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