martes, 25 de marzo de 2014

El despertador (parte III - final)

Aquí tenéis el esperado final de mi relato, El despertador (tras la parte I y la parte II). Espero que os guste.

El despertador (parte III - final)

Mickey Mouse.
Siempre he sido muy supersticioso, y tú siempre te burlabas de ese pequeño defecto del que tú carecías. El día de Nochevieja del año 2012 me presenté en casa y saqué de una bolsa unos calzoncillos rojos con un Mickey Mouse vestido de Papá Noel dibujado en un lateral que acababa de comprar, y tú pusiste los ojos en blanco y no me dijiste nada. Supuse que no te habían gustado en absoluto, pero al igual que no te gustan las tartas en tus cumpleaños o las sorpresas. Te insistí para saber qué te parecían, pero solo me dijiste que ya iba teniendo una edad para dejar de hacer el tonto y que parecía un crío cuando me comportaba así.
Me gustan mucho las fiestas y las tradiciones, y Nochevieja era para mí una noche especial. Así que solo intentaba actuar con normalidad, porque unos días antes me habías dicho que el día de Año Nuevo tenías que levantarte pronto para hacer un viaje de trabajo con tu jefe, que estarías cuatro días en Granada, y que no podías hacer nada por evitarlo. Eso desmontaba todos mis planes de esa Nochevieja, no entendía que tuvieras que trabajar ese día, y estuvimos a punto de discutir. Te recordé que yo siempre pasaba la Nochevieja con ropa interior roja, y que porque ese año fuéramos a ser unos aburridos y a irnos a dormir tras las uvas, no iba a dejar de hacerlo. Ni me contestaste a eso, y terminaste de peinarte y maquillarte en silencio.
Íbamos a cenar con tus padres, que vivían a unas pocas manzanas de nosotros, y poco después de las 12 ya estaríamos en casa, porque al día siguiente tu despertador sonaría a las 9 en punto, y tu jefe pasaría a recogerte a las 10. Tus padres siempre se han extrañado de que yo me gane la vida haciendo dibujos, o de que al menos lo intente. Cuando hablábamos de mi trabajo, tu padre siempre me miraba con curiosidad y sorpresa, como si estuviera hablando con un niño que le está explicando un dibujo indescifrable. 
Durante la cena estuviste algo distante conmigo, y tu padre insistió en que nos quedáramos un rato más después de las uvas, pero tú fuiste tajante respecto a eso por tu viaje del día siguiente. No recuerdo muy bien cómo pasó, porque hablábamos todos a la vez, pero creo que todo se desencadenó cuando yo dije “¿Quién coño trabaja en Año Nuevo?”. Me miraste con odio.
Un cuarto de hora después de las doce, caminábamos solos hacia casa, y ambos gritábamos. No recuerdo qué decía yo, solo que la mezcla de furia y de champán me calentaba la cabeza. Solo me acuerdo con claridad de una frase en concreto que salió de tu boca a gritos: “Diego, tu problema es que no te has dado cuenta de que ya te has hecho mayor, eres como un niño en el cuerpo de un hombre de veintiocho años… todo se tiene que hacer según tu visión infantil de la vida”.
En casa, te fuiste directa a la cama, sin darme las buenas noches, sin darme un beso y sin siquiera desmaquillarte. Yo me quedé un rato en el salón, viendo nada en la tele con una botella de champán en la mano.
Cuando me tumbé a tu lado ya respirabas acompasadamente.



Tres horas.
La casa ya está casi recogida. Las paredes están desnudas, y se escucha el eco de cada uno de mis movimientos. Incluso escucho el eco de aquella discusión, como si se hubiera quedado impregnado en estos muros; será una de las cosas que no me arrepienta de dejar bajo este techo. Sí que me resulta difícil dejar otras cosas, otros recuerdos, pero con el dinero que gano no puedo seguir pagando esta casa… y tampoco se si querría hacerlo ahora que no estás tú…

La mañana del día de  Año Nuevo, después de nuestra gran discusión, empezó a sonar Let me out (+) dentro de mi cabeza. Era la canción que más odiabas del mundo, la que sonaba en mi despertador, y yo no podía abrir los ojos, ni tenía idea de dónde procedía. Al final me levanté de la cama, tratando de encontrar dónde habría dejado anoche mi móvil, sin entender qué hacía mi alarma activada. El ruido de la canción sonaba como un taladro dentro de mi cabeza, me golpeé un dedo del pie con una pata de la cama y grité como un idiota. Al fin, cojeando, encontré el teléfono en el bolsillo de mi pantalón, en un rincón de la habitación. Pero la pantalla estaba bloqueada, y no había forma de apagarlo. ¿Quién coño había puesto esa alarma? Intenté sacar la batería, pero el móvil se me resbaló de las manos y estalló contra el suelo. La canción terminó, produciendo un gran descanso a mi cerebro, y entonces, en el placentero silencio matinal, oí una risa. Tu risa. Te miré, y estabas tronchándote en la cama. Entonces me di cuenta de la escena: yo, en mis “sexys” calzoncillos rojos de Mickey Mouse, cojeando, agitando un móvil creyendo que así se apagaría y que finalmente se había destrozado al caerse. No pude evitar reírme yo también y me metí corriendo en la cama, cogiéndote de la cintura.
Eran las seis en punto de la mañana. Nunca supe por qué había sonado esa alarma. Hasta dentro de tres horas no iba a sonar tu despertador para irte a Granada, pero no pudimos dormir ni un minuto en esas tres horas. Me pediste perdón cincuenta veces, yo a ti cien, nos acurrucamos juntos, nos besamos, nos reímos, hablamos de mil cosas, hicimos el amor un par de veces, te hice cosquillas, me pegaste… Hicimos todas esas cosas que nos hacían sentir bien.
Nunca he sabido si realmente aquellas tres horas ocurrieron de verdad, si fueron un regalo de la vida, o si simplemente fue un bonito sueño. Solo sé que fueron tres horas de felicidad pura, de una felicidad que nunca he vuelto ni volveré a sentir. Fue mi último momento contigo antes de que al fin sonara tu despertador, te ducharas, desayunaras, y te marcharas después de darme un beso.
Esa misma tarde recibí la llamada que me anunciaría el accidente de coche, y de los días siguientes ya no recuerdo mucho: un hospital, un funeral, pésames, mis padres, los tuyos destrozados, lágrimas, angustia… hasta que una noche me fui a nuestra cama y la noté cruelmente fría.

Volver a verte.
Al fin termino de hacer todo el equipaje. Todas nuestras cosas están ya en cajas, bolsas y maletas. Tengo que abandonar nuestra casa, y tengo que abandonarte a ti. Sigues sentada sobre la cama, sonriendo con la mirada. Yo permanezco sentado a tu lado.
Me abrazas, porque te das cuenta incluso antes que yo de que una lágrima se desliza por mi mejilla. Apoyo mi cabeza en tu hombro, sin poder parar de llorar, sin poder decirte nada. Tengo que despedirme definitivamente de ti, tengo que decir adiós a la única persona que ha sabido hacerme feliz, hacerme sentir como en casa en cualquier parte… y no me salen las palabras. Siempre he pensado que si no te despides de una persona es como si realmente no te fueras a separar de ella… qué estúpido e infantil pensamiento.
Me susurras palabras al oído. Cierro los ojos. Noto tu mano enredada en mi pelo. Estás tan cerca y te siento tan lejos. Entre sollozos alcanzo a articular algunas palabras.
“Adiós”, consigo susurrar, “nunca podré volver a verte”. Al fin me convenzo de que estás aquí para despedirte, que te tienes que marchar ya.
Abro los ojos y, entre lágrimas, alcanzo a ver que  ya no estás conmigo. Solo hay cajas, cajas y cajas. Y miles de recuerdos, que por supuesto nunca me abandonarán, pero que no serán más que eso: recuerdos de cuando fui feliz.


Fin.



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El despertador por Carlos Carranza se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.

viernes, 21 de marzo de 2014

El despertador (parte II)

Aquí os dejo la continuación de El despertador (cuya primera parte tenéis aquí). Espero que os guste, y muy pronto pondré el final.

El despertador (parte II)


NUESTRA CASA. 
Poco a poco construimos nuestra casa entre tú y yo. No a base de ladrillos, cemento o cañerías, sino que la construimos con otras cosas que hicieron de ese lugar nuestro hogar. Tú pusiste el orden, y yo puse el color. Tú pusiste libros por todas partes, yo música a todas horas. Tú, borrajas para comer, yo, patatas fritas para cenar. Tú, la trilogía de El Padrino en DVD, yo, la saga de Harry Potter en Blu-Ray. Tú un poco de seriedad, yo un poco de espontaneidad. A fin de cuentas, tú pusiste un poco de ti, y yo puse un poco de mí. 
Habíamos decidido irnos a vivir juntos cuatro años después de conocernos. En realidad, me habías convencido para que fuésemos a vivir juntos; yo era más partidario de la calidez y la seguridad del hogar paterno, pero tú habías conseguido bastante estabilidad y un buen puesto en tu trabajo, y yo empezaba a ganar dinero en serio con mis dibujos: alguna publicación mensual en revistas y colaboraciones con varios autores.
Al principio no veía tu plan con ninguna convicción ni seguridad. Pero luego recordé todas las noches que habíamos pasado juntos hasta entonces, despertándonos el uno al lado del otro, y me di cuenta de que quería que todos mis despertares fuesen así. Luego tú encontraste aquel pequeño piso antiguo, de altos techos, salón grande y dormitorio frío, y la ilusión de tu voz y tu mirada la primera vez que me lo enseñaste fue lo que al final me hizo decidirme.
Un mes después de mudarnos ya estábamos totalmente adaptados el uno al otro. Habíamos encontrado la forma de ver la televisión ambos tumbados en el sofá sin molestarnos, aunque luego siempre discutiéramos sobre qué ver; habíamos descubierto que nuestros cuerpos encajaban escandalosamente bien en aquella gran cama que habíamos comprado, y yo no podía imaginar dormir con otro calor que no fuera el que salía de ti. 

En poco tiempo habíamos creado una rutina que más bien era un sueño del que nunca hubiera querido despertar. Por eso ahora se me hace tan difícil dejarlo todo atrás, marcharme de esta casa, llevarme todas nuestras cosas y no volver a entrar por esa puerta.

MI DESPERTADOR
Cuando mi despertador sonaba antes que el tuyo (mi despertador era mi móvil en el que sonaba una canción que odiabas de Dover) te observaba dormir unos minutos, antes de ponerme encima de ti y atacarte a cosquillas bajo las sábanas. Tú siempre chillabas y me pegabas, y te quedabas refunfuñando tapada hasta la cabeza mientras yo iba al baño. Entonces te daba un beso y me iba a prepararte el desayuno. Siempre me decías que era un torbellino por las mañanas, que no sabías de dónde sacaba esa energía y que parecía un niño que se despierta antes que sus padres un domingo por la mañana. 
Después llegabas a la cocina arrastrada por el olor a café, y te sentabas frente a tu taza con ese semblante serio. Pero yo sabía que no estabas enfadada, y pronto se te escapaba una leve sonrisa entre sorbo y sorbo de café. 
Luego, mientras me duchaba, siempre me ponía la música a tope. Yo no podía ducharme sin mi música, al igual que no podía dormir la siesta sin la televisión de fondo; tú no entendías esas manías mías, incluso me llamabas idiota cuando se las contaba a alguien. Recuerdo una mañana en que salí de la ducha cuando sonaba una de mis cancines favoritas, Diane Young (+), y te encontré bailando en la habitación mientras te vestías. Lo negaste siempre, porque nunca te había gustado bailar. Tanto tiempo junto a mí había hecho que de vez en cuando se te escapara uno de esos gestos más típicos de mí que de ti, como una sonrisa a destiempo o un movimiento de cadera al ritmo de una canción.


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martes, 18 de marzo de 2014

El buscalibros

Hoy se ha publicado en el blog de El buscalibros mi primera reseña como redactor oficial. 

El buscalibros es una página en la que un grupo de personas apasionados por el mundo de la literatura hablan sobre libros de todos los géneros y todos los tiempos. 

Cuando me propusieron colaborar con ellos como redactor, no me lo pensé dos veces, y hoy se ha publicado mi primera entrada, en la que he querido hacer un pequeño homenaje al poeta Leopoldo María Panero, fallecido hace unos días, en su faceta menos conocida: la de traductor.

Si queréis conocer muchos libros, novedades o clásicos, no dejéis de visitar este interesante blog.

Traducciones / Perversiones, de Leopoldo María Panero 
 
Leopoldo María Panero, poeta español fallecido recientemente, fue conocido en vida sobre todo por su obra poética, obra que ni él quería etiquetar, ni resulta posible hacerlo, pues su estilo singular y característico no encaja en ningún grupo ni corriente. Sus poemas fueron, sin embargo, incluidos en la antología de José María Castellet, Nueve novísimos poetas españoles, junto a importantes poetas como Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, o Ana María Moix, fallecida también este año, entre otros. No obstante, es asimismo destacable su peculiar trabajo como traductor, que siguió la senda y el estilo marcados por su poesía...
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lunes, 17 de marzo de 2014

El despertador (parte I)

El pasado 15 de marzo tuvo lugar en Quinto de Ebro la entrega de premios del IX concurso literario comarcal Enrique Jardiel Poncela. Yo fui galardonado con el 1º premio de la Categoría Absoluta, con el relato El Despertador, que os iré poniendo en este blog en partes.


El despertador (parte I)

TU DESPERTADOR.
Cuando tu despertador sonaba antes que el mío, sentía cómo me observabas dormir unos minutos, antes de darme un beso suave en la comisura de los labios y levantarte sigilosamente para recorrer la habitación en busca de alguna de mis camisetas (esas que te quedaban enormes y que tanto te gustaba ponerte) sin hacer ningún ruido, como si flotaras en lugar de caminar. Yo siempre me desplazaba un poco en la cama, buscando el calor que acababas de dejar a mi lado, y te miraba por el rabillo del ojo mientras te dirigías hacia la puerta. Luego fingía estar dormido cuando me observabas unos segundos antes de cerrar la puerta de la habitación. 
Permanecía así, en un estado casi onírico, sin querer despertar del todo, sin querer abandonar esa sensación… pero a los pocos minutos empezaba a colarse en el cuarto el olor a café y tostadas, y yo ya no tenía más remedio que levantarme. Me dirigía a la cocina y ahí estabas, untando mantequilla en las tostadas. Siempre dabas un pequeño respingo cuando aparecía por la puerta, con mi pelo revuelto y mi bata azul con el escudo de Superman en la espalda, esa que decías que era idéntica a la que tenía tu hermano pequeño a los siete años. Te daba un beso y echaba los cafés en nuestras tazas, el tuyo solo y sin azúcar, el mío con mucha leche y mucho azúcar.
Habíamos creado esta rutina en muy poco tiempo, pero era una rutina en la que me sentía tan a gusto que la hubiera repetido cada uno de los días que pasara contigo. Pero ahí estaba la vida, como siempre, acechando, esperando para darnos un tremendo bofetón y sacarnos de nuestra comodidad. Como quien te saca de la calidez de la cama una fría mañana de domingo.


THE SMITHS. 
Cinco años de vivencias no son fáciles de meter en cajas; acabo de llenar otra, y todavía quedan decenas de cosas por recoger. Tú me observas desde la cama sin decir nada. Llevas la misma ropa que llevabas la última vez que te vi: un vestido azul, unos leotardos negros y unas botas grises de tacón. Estás preciosa, Lea. 
No dejas de sonreír mientras me observas ir de un lado a otro. Pero no sonríes físicamente, es decir, no tienes un gesto en la boca. Me sonríes con la mirada. Es algo que aprendí de ti al poco tiempo de conocerte. Siempre has sido una chica muy seria, no sonreías al dar los buenos días, ni cuando alguien hacía una broma o contaba un chiste malo, ni cuando te daban una buena noticia. Tus sonrisas eran mucho más caras, eran como un secreto celosamente guardado, y tal vez eso es lo que más me gustó de ti la primera vez que te vi, el misterio que se ocultaba en tus labios.
En mi juventud idílica y romántica yo solía pensar que existían dos tipos de personas en el mundo: aquellas que hacen sonreír y aquellas a las que hay que hacer sonreír. Y que el amor no era más que el encuentro de una persona que necesita sonreír y la persona que sabe cómo conseguirlo. “Una chica seria para hacerla reír” contestaba cuando me preguntaban qué buscaba en mi pareja. Supe enseguida que esa chica eras tú. 

Pensaba que me resultaría más fácil dejar esta casa para siempre, pero cada uno de los objetos que recojo pesa en mis manos, cargado de recuerdos. El CD de The Smiths que me regalaste cuando cumplí veintitrés años, al poco tiempo de conocernos; el libro de Susanna Tamaro que te regalé un día de Reyes y que no te gustó demasiado, los calzoncillos rojos que llevé en nuestra última Nochevieja juntos, el despertador al que curiosamente he cogido tanto cariño, la foto ampliada que colgaba sobre el cabecero de nuestra cama en la que aparecemos riendo, felices y eternos en una calle de París…
¿Recuerdas cuando nos conocimos, Lea? Fue en la terraza de un bar de playa: sonaba There is a light that never goes out (+) y tú eras la única persona seria en un lugar lleno de ingleses, alemanes, italianos y españoles con alguna cerveza de más. Yo no podía dejar de mirarte, desde que te vi sentarte unas mesas más allá. Cuando comenzaste a sentirte molesta, decidí acercarme a ti. “Hola… me llamo Diego. Siento si te he molestado, pero es que te pareces muchísimo a una antigua amiga mía que conocí cuando estuve viviendo en Tours como Erasmus”. Obviamente no eras ella, pero empezaste a interesarte por mí porque tú también habías estudiado en Francia, en Lyon exactamente. Hablamos durante un rato de cosas vanas que todavía recuerdo, y me fui de allí con dos cosas: tu teléfono y un “me alegro de que me hayas confundido con tu amiga”. 
Hace unas semanas, en una cena con unos amigos, te enteraste de que eso fue una pequeña mentira, de que no te parecías a ninguna amiga mía, de que no paraba de mirarte porque estabas realmente preciosa y porque esa camiseta que llevabas tenía un bonito escote. De que si te hubieras ido de allí sin que yo me hubiera atrevido a hablarte, te habría seguido para saber dónde te alojabas y esperarte cada día en la puerta hasta poder decirte algo que te convenciera de quedarte conmigo el resto de tu vida; pero entonces tal vez te hubieras asustado un poco… y con razón. Sólo te mentí para hacerlo todo más fácil, y parecer menos obsesivo.

Sigues sin hablar mientras yo cierro cajas de recuerdos, cajas de discos, cajas de libros, maletas de ropa, cajas de fotos… Y cada caja pesa un poco más. No me importa que no me hables, no me importa que no me ayudes… mientras sigas sonriéndome con la mirada. Eso no quiero perderlo nunca.
Una fría debilidad me invade. Se me hace tan difícil hacer todo esto con tu figura observándome desde la cama. Estás tan cerca y te siento tan lejos…Me siento a tu lado. 
 En la radio suena Asleep (+), y yo sólo puedo ver oscuridad.

Continuará...


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