El despertador (parte III - final)
Mickey
Mouse.
Siempre
he sido muy supersticioso, y tú siempre te burlabas de ese pequeño defecto del
que tú carecías. El día de Nochevieja del año 2012 me presenté en casa y saqué
de una bolsa unos calzoncillos rojos con un Mickey Mouse vestido de Papá Noel
dibujado en un lateral que acababa de comprar, y tú pusiste los ojos en blanco
y no me dijiste nada. Supuse que no te habían gustado en absoluto, pero al
igual que no te gustan las tartas en tus cumpleaños o las sorpresas. Te insistí
para saber qué te parecían, pero solo me dijiste que ya iba teniendo una edad
para dejar de hacer el tonto y que parecía un crío cuando me comportaba así.
Me
gustan mucho las fiestas y las tradiciones, y Nochevieja era para mí una noche
especial. Así que solo intentaba actuar con normalidad, porque unos días antes
me habías dicho que el día de Año Nuevo tenías que levantarte pronto para hacer
un viaje de trabajo con tu jefe, que estarías cuatro días en Granada, y que no
podías hacer nada por evitarlo. Eso desmontaba todos mis planes de esa
Nochevieja, no entendía que tuvieras que trabajar ese día, y estuvimos a punto
de discutir. Te recordé que yo siempre pasaba la Nochevieja con ropa
interior roja, y que porque ese año fuéramos a ser unos aburridos y a irnos a
dormir tras las uvas, no iba a dejar de hacerlo. Ni me contestaste a eso, y
terminaste de peinarte y maquillarte en silencio.
Íbamos a cenar
con tus padres, que vivían a unas pocas manzanas de nosotros, y poco después de
las 12 ya estaríamos en casa, porque al día siguiente tu despertador sonaría a
las 9 en punto, y tu jefe pasaría a recogerte a las 10. Tus padres siempre se han
extrañado de que yo me gane la vida haciendo dibujos, o de que al menos lo
intente. Cuando hablábamos de mi trabajo, tu padre siempre me miraba con
curiosidad y sorpresa, como si estuviera hablando con un niño que le está
explicando un dibujo indescifrable.
Durante la
cena estuviste algo distante conmigo, y tu padre insistió en que nos quedáramos
un rato más después de las uvas, pero tú fuiste tajante respecto a eso por tu
viaje del día siguiente. No recuerdo muy bien cómo pasó, porque hablábamos
todos a la vez, pero creo que todo se desencadenó cuando yo dije “¿Quién coño
trabaja en Año Nuevo?”. Me miraste con odio.
Un cuarto de
hora después de las doce, caminábamos solos hacia casa, y ambos gritábamos. No
recuerdo qué decía yo, solo que la mezcla de furia y de champán me calentaba la
cabeza. Solo me acuerdo con claridad de una frase en concreto que salió de tu
boca a gritos: “Diego, tu problema es que no te has dado cuenta de que ya te
has hecho mayor, eres como un niño en el cuerpo de un hombre de veintiocho
años… todo se tiene que hacer según tu visión infantil de la vida”.
En casa, te
fuiste directa a la cama, sin darme las buenas noches, sin darme un beso y sin
siquiera desmaquillarte. Yo me quedé un rato en el salón, viendo nada en la tele
con una botella de champán en la mano.
Cuando me
tumbé a tu lado ya respirabas acompasadamente.
Tres
horas.
La
casa ya está casi recogida. Las paredes están desnudas, y se escucha el eco de
cada uno de mis movimientos. Incluso escucho el eco de aquella discusión, como
si se hubiera quedado impregnado en estos muros; será una de las cosas que no
me arrepienta de dejar bajo este techo. Sí que me resulta difícil dejar otras
cosas, otros recuerdos, pero con el dinero que gano no puedo seguir pagando
esta casa… y tampoco se si querría hacerlo ahora que no estás tú…
La mañana del
día de Año Nuevo, después de nuestra
gran discusión, empezó a sonar Let me out (+) dentro de mi cabeza. Era la canción que más odiabas del mundo, la que sonaba en
mi despertador, y yo no podía abrir los ojos, ni tenía idea de dónde procedía.
Al final me levanté de la cama, tratando de encontrar dónde habría dejado
anoche mi móvil, sin entender qué hacía mi alarma activada. El ruido de la
canción sonaba como un taladro dentro de mi cabeza, me golpeé un dedo del pie
con una pata de la cama y grité como un idiota. Al fin, cojeando, encontré el
teléfono en el bolsillo de mi pantalón, en un rincón de la habitación. Pero la
pantalla estaba bloqueada, y no había forma de apagarlo. ¿Quién coño había
puesto esa alarma? Intenté sacar la batería, pero el móvil se me resbaló de las
manos y estalló contra el suelo. La canción terminó, produciendo un gran
descanso a mi cerebro, y entonces, en el placentero silencio matinal, oí una
risa. Tu risa. Te miré, y estabas tronchándote en la cama. Entonces me di
cuenta de la escena: yo, en mis “sexys” calzoncillos rojos de Mickey Mouse,
cojeando, agitando un móvil creyendo que así se apagaría y que finalmente se
había destrozado al caerse. No pude evitar reírme yo también y me metí
corriendo en la cama, cogiéndote de la cintura.
Eran
las seis en punto de la mañana. Nunca supe por qué había sonado esa alarma. Hasta
dentro de tres horas no iba a sonar tu despertador para irte a Granada, pero no
pudimos dormir ni un minuto en esas tres horas. Me pediste perdón cincuenta
veces, yo a ti cien, nos acurrucamos juntos, nos besamos, nos reímos, hablamos
de mil cosas, hicimos el amor un par de veces, te hice cosquillas, me pegaste… Hicimos
todas esas cosas que nos hacían sentir bien.
Nunca
he sabido si realmente aquellas tres horas ocurrieron de verdad, si fueron un
regalo de la vida, o si simplemente fue un bonito sueño. Solo sé que fueron
tres horas de felicidad pura, de una felicidad que nunca he vuelto ni volveré a
sentir. Fue mi último momento contigo antes de que al fin sonara tu
despertador, te ducharas, desayunaras, y te marcharas después de darme un beso.
Esa misma
tarde recibí la llamada que me anunciaría el accidente de coche, y de los días siguientes
ya no recuerdo mucho: un hospital, un funeral, pésames, mis padres, los tuyos
destrozados, lágrimas, angustia… hasta que una noche me fui a nuestra cama y la
noté cruelmente fría.
Volver
a verte.
Al
fin termino de hacer todo el equipaje. Todas nuestras cosas están ya en cajas,
bolsas y maletas. Tengo que abandonar nuestra casa, y tengo que abandonarte a
ti. Sigues sentada sobre la cama, sonriendo con la mirada. Yo permanezco
sentado a tu lado.
Me
abrazas, porque te das cuenta incluso antes que yo de que una lágrima se
desliza por mi mejilla. Apoyo mi cabeza en tu hombro, sin poder parar de
llorar, sin poder decirte nada. Tengo que despedirme definitivamente de ti,
tengo que decir adiós a la única persona que ha sabido hacerme feliz, hacerme
sentir como en casa en cualquier parte… y no me salen las palabras. Siempre he
pensado que si no te despides de una persona es como si realmente no te
fueras a separar de ella… qué estúpido e infantil pensamiento.
Me
susurras palabras al oído. Cierro los ojos. Noto tu mano enredada en mi pelo. Estás
tan cerca y te siento tan lejos. Entre sollozos alcanzo a articular algunas
palabras.
“Adiós”,
consigo susurrar, “nunca podré volver a verte”. Al fin me convenzo de que estás
aquí para despedirte, que te tienes que marchar ya.
Abro
los ojos y, entre lágrimas, alcanzo a ver que ya no estás conmigo. Solo hay cajas, cajas y
cajas. Y miles de recuerdos, que por supuesto nunca me abandonarán, pero que no
serán más que eso: recuerdos de cuando fui feliz.
Fin.
El despertador por Carlos Carranza se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Solo quiero decir que escribes maravillosamente bien <3 Se me puso la piel chinita
ResponderEliminarEso fue bello!
ResponderEliminarEso fue bello!
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